La realidad está gobernada por las rutinas de los lugares comunes. En general, a las personas se les otorga una ciudadanía y algunas garantías, una identidad nacional heredada y el oculto derecho a rechazarla. Todas las personas comparten las circunstancias de un tiempo y el peso de alguna cultura. Casi todo el mundo pertenece a una promesa de futuro, depende de una historia y participa de alguna economía. Todos cobijados por una colección de principios y derechos, una flexibilidad moral y un conveniente imaginario ético
Estos lugares comunes dependen de reglas y de cómo estas son enseñadas, pues con ellas se sostienen las promesas que mantienen unido el tejido del futuro, la coherencia de la narrativa y el espacio de intercambio entre agentes. Las reglas son la base del acuerdo que impide el caos y nos salvan de los peligros de lidiar con demasiada libertad, usualmente se obedecen sin mayores inquietudes, algunas veces se dejan interpretar y otras simplemente se rompen; ofreciendo así un espacio de insurgencia que les permite sobrevivir mientras se van trenzando en el hábito de la competencia, la resignación del poder o el sentido del orden de las cosas. Una vez aprendidas es posible verlas operando en el “deber ser” del mundo que con comodidad fluye entre los conflictos humanos de todos los días.
En su sentido más genérico, los colegios son un gran lugar común compartido, una manifestación del reglamento y de su uso, una segunda familia capaz de proyectar la continuidad del mundo. En sus múltiples formas, los colegios son producto de un extenso periplo entre variaciones ideológicas, económicas y espaciales y, según el grado de obediencia o resistencia del reglamento son la manifestación de un abanico de formas: un camino que recorre el orden panóptico del claustro, la amplitud del liceo o el campus del gimnasio, y en el que la cansada tradición de los edificios modernos le deja espacio a la articulación contemporánea de los “equipamientos públicos” que, con cierta desventaja, compiten con sofisticados espacios privados por la clave del éxito de la próxima generación.
El curso de semejante tránsito trae consigo una idealizada persecución de condiciones favorables, una tensión entre las formas públicas y privadas de garantizar la felicidad, el bienestar o la libertad; un pulso representado en ladrillos y emblemas que demuestran lo mejor y lo peor de una sociedad en la que los pocos consensos suceden alrededor de la promesa emancipadora de la educación como vehículo y derecho y, por lo tanto, como requisito administrativo, registro de inversión pública, indicador de éxito, estatus social, procedencia nacional, ideología política o esquina religiosa.
Los colegios y su muy complejo entramado de experiencias diversas y distantes se revelan como representación de la igualdad, ese principio regulador que, combatido con intensidad, bien podría hacer posible que las cosas, realmente, no terminen siendo siempre iguales.